Uno de los mayores atractivos de Zaragoza radica en el hecho de que su casco antiguo aún conserva enclaves de antaño casi intactos a pesar del paso del tiempo, lo que nos permite poder deambular por sus calles, donde casi se puede revivir cómo era la ciudad de nuestros antepasados. Y si hay un enclave dotado de esta evocadora capacidad, es la antigua judería.
Se trata de un recorrido muy interesante, aunque lo cierto es que se trata de una visita más emocional que material, puesto que apenas quedan restos físicos de lo que fue la judería.
Sefarad es el nombre que emplean los judíos, desde la Edad Media, para referirse a la Península Ibérica. Su historia en España es larga y antigua, tanto que se remonta hasta tiempos romanos.
Siglo tras siglo, su presencia se fue configurando fecunda y arraigada hasta la llegada de dos nefastas fechas: 1391 cuando comienzan las revueltas antijudías y 1492 cuando son expulsados definitivamente de España.
El primer documento que confirma su presencia en Zaragoza es del año 839, cuando un diácono franco, llamado Bono, se trasladó a Zaragoza y se convirtió al judaísmo con el nombre de Eleazar, casándose después con una judía, pero es probable que estuvieran establecidos en ella desde los primeros siglos de la era cristiana.
Los primeros judíos se asentaron en torno al teatro romano, por lo que su museo es hoy un buen lugar para conocer algo de la historia de este pueblo. En la primera planta hay expuestas cerámicas que se encontraron cuando se recuperó el foso de Caesaraugusta, y que demuestran que este lugar fue habitado por hebreos.
La Saraqosta musulmana, cabecera de la marca superior y luego capital de su propia taifa, alojó una de las comunidades judías más importantes del Al-Ándalus.
Los musulmanes, en un clima de entendimiento y colaboración, les asignaron el cuadrante Sur-Este del recinto amurallado, lo que favoreció su autonomía y crecimiento demográfico. La judería era una parte más de la ciudad, sin muros internos de separación.
La aljama de Zaragoza fue la más grande del Aragón del medievo. Tenía la reputación de ser una ‘ciudad de sabios’ entre los judíos, pues en sus calles florecieron la artesanía, el comercio, la teología, la ciencia, la poesía, la filosofía, la cábala y además contaba con una escuela rabínica de gran renombre.
Durante los siglos X y XIII destacaron figuras como Yoná Ibn Yanáh, médico y escritor; Abraham Abulafia, cabalista; Abraham Ben Sem Tob Bibago, filósofo, traductor y comentarista de las obras de Aristóteles; Benveniste ibn Labi, mecenas; Yekutiel ben Isaac, poeta que llegó a alcanzar la dignidad de gran visir; su discípulo el poeta y filósofo Solomo Ibn Gabirol; el también poeta y filósofo Ibn Paquda; el médico y botánico Ibn Buqlaris; y el poeta Yehuda Halevi.
Zaragoza fue conquistada por el rey Alfonso I de Aragón en 1118. La capitulación de la ciudad no menciona a sus habitantes judíos y se supone que permanecieron en la ciudad ocupando el mismo barrio que ocupaban antes.
En 1175 se documenta por primera vez la aljama de los judíos en la Zaragoza cristiana. Judería es la denominación que se utiliza para referirse al conjunto de calles ocupadas por los judíos, es decir, al barrio, mientras que la comunidad recibe el nombre de aljama.
El barrio de los judíos estaba dentro del recinto urbano, pero quedaba aparte, aislado por un largo tramo del muro de piedra, siguiendo el Coso, y por un muro interior de ladrillo, desde la calle Don Jaime hasta la plaza de la Magdalena, que le incomunicaba del casco urbano.
La población judía creció en el siglo XII como consecuencia del influjo de refugiados que huían del fundamentalismo almohade.
El reinado de Jaime I vio el acceso de judíos zaragozanos a algunos de los puestos más altos del reino, como Jahudá de la Cavallería que fue baile de Zaragoza y auditor de los otros bailes del reino. Otros linajes judíos importantes de Zaragoza fueron los Alazar y los Alconstantiní.
Los Baños Judíos (también llamados Baños del Rey) estaban situados justo enfrente de la fortaleza conocida como el Castillo de los Judíos. Ubicado en la esquina sur-este del Coso y adosado a la muralla de piedra, tenía entre 6 y 7 torres altas de piedra con sus albacaras, una de ellas sobre la puerta de dicha fortaleza.
La torre más grande y alta era la que estaba en la esquina del Coso (frente a la plaza de San Miguel). La finalidad del castillo era proteger a los judíos y hacer de cárcel. Un año después de la expulsión, en 1493, el rey Fernando el Católico lo cedió a Juan Cabrero, pasando después al Concejo de la ciudad.
Los baños aparecen ya mencionados en algunos escritos en 1266 y en 1291, como el sitio donde se bañaban los judíos zaragozanos según la antigua costumbre. Eran uno de los epicentros de la vida social de la judería de la ciudad.
La Zaragoza medieval contaba con dos barrios judíos.
A principios del siglo XIII la judería vieja ocupaba todo el cuadrante sudoriental del antiguo recinto romano, extendiéndose por el norte hasta la calle Mayor y la Magdalena, y llegando por el oeste hasta la calle Don Jaime. La zona estaba amurallada desde la Puerta de San Gil (hoy plaza José Sinués) hasta el actual Seminario de San Carlos, en cuya cercanía se ubicaba el Póstigo del Rabinado, arco adornado con leyendas hebraicas y derribado en el año 1500.
A mediados del siglo XIII, debido al crecimiento secular de la comunidad, Jaime I permitió que los judíos se instalaran también en la zona contigua fuera de la muralla, en lo que se llamaría la judería nueva o de los callizos del Coso. La nueva judería se ubicaba entre el Coso y la Plaza San Miguel, probablemente en el lugar de las actuales calles Mateo Flandro, Hermanos Ibarra, Rufas, Urrea y Juan Porcell.
Se calcula que en el año 1369 la población de la judería era de unos 1.300 vecinos (más de 300 casas), un buen número considerando que durante la peste negra fallecieron las 4/5 partes de la población de Zaragoza.
Esta cantidad se incrementó a principios del XV a unos 1.500 habitantes (350 casas).
La judería se comunicaba con la zona cristiana mediante seis puertas que se cerraban por la noche y durante la Semana Santa.
La vida dentro de la judería se regía por el calendario hebreo, siendo para ellos el sábado el día sagrado, y seguían las costumbres y leyes judías.
La judería contaba con al menos ocho sinagogas, hospitales y centros de beneficencia, centros de enseñanza, posadas, baños públicos y rituales, hornos para cocer el pan cenceño (mazot), carnicerías, tabernas para la venta de vino judiego, una alcaicería o mercado de la judería y, fuera de la ciudad (en Miralbueno), un cementerio.
Las sinagogas eran el centro de la comunidad: la scola, lugar para las celebraciones, rituales religiosos, y también para las asambleas o juicios. De las ocho sinagogas que había originalmente en Zaragoza, no se conserva ninguna de ellas.
La Sinagoga Mayor (situada dónde hoy se levanta el Seminario de San Carlos, frente a la Casa de los Morlanes) era el edificio más importante de la judería. A parte de las reuniones que celebraba el Consejo de Gobierno de la aljama, también los jueces presidían allí los tribunales de justicia de todas las causas entre judíos.
Estaba considerada una de las más antiguas de Europa.
En 1596, Diego de Espés nos la describe (copiado de otros autores) de la siguiente manera: “El edificio era como templo de tres navadas, aunque pequeñas, con labores y con unos morteretes dorados. Al cabo (al extremo, aun lado), hacia medio día (no fija la posición geográfica correcta hacia el Este geográfico, sino desde la perspectiva de su ubicación interior: el Sur), havia un altar en la pared, labrado de labores mosaicas (el hejal para el armario de la Toráh); al septentrión (al norte de donde estaba ubicado él escribano) havia un candelero grande, pintado, con siete candeleros, y encima un pulpito pequeño para hacer sus lecciones y ceremonias (la tribuna o bimáh para las lecturas y homilías estaba en el centro de la nave central, debajo de ella había pintada una menoráh o candelabro de siete brazos). Tenia a los dos lados seis puertas pequeñas, por donde debían entrar a la sinagoga, o para otras ceremonias que de aquel pueblo abundaba (no eran entradas, sino los miradores del matroneo donde las mujeres y niños siguen la oración de los varones mayores de edad. Parece que no estaba en algo, sino cerca del suelo); y a una parte, una puerta grande (la puerta de entrada para los varones, situada a los pies de la nave central, al Oeste geográfico). En lo alto de las pareces, a donde hacían asiento las navadas, por todo el ámbito de la sinagoga, por la parte interior, havia unas letras grandes coloradas y azules, hebraicas, que devia de ser toda aquella inscripción algún salmo de David, o lugar de algún profeta, acomodado al proposito de su Templo”.
De la antigua Sinagoga solo se ha conservado una sala de planta ligeramente rectangular, organizada a modo de claustro, con cuatro tramos en las galerías cortas y cinco en las largas, abovedados con crucería sencilla, con diez columnas para separarlos del espacio central también rectangular y cubierto por bóveda esquifada.
La Casa del Talmud (centro de enseñanza religiosa judía) se encontraba en los inmuebles que están delante del Seminario de San Carlos, entre ellos la Casa-Palacio de los Morlanes. Allí estuvo ubicada la escuela primaria (heder), la secundaria y la madrassa o academia rabínica para adultos dependiente de la Sinagoga Mayor.
Tras la expulsión de los judíos en 1492, la casa fue comprada por el notario Domingo Salabert, que tras derribar la escuela talmúdica inició la construcción de su palacio en el año 1500.
Parece que en esa misma manzana se encontraba el hospital de la judería. Sabemos que estaba en la esquina de una calle y, en el momento de la expulsión, contaba con nueve camas y dos jergones distribuidos entre las diversas dependencias del edificio.
La carnicería y su plaza estaba junto al muro, en lo que hoy es el garaje de la residencia sacerdotal de San Carlos. En ella, el shojet o rabino matarife mataba las reses según el ritual de la shejitá. Los animales eran sacrificados con un corte limpio en la arteria carótida del cuello.
A continuación, el shojet examinaba minuciosamente las vísceras para comprobar si tenían algún defecto que hiciera la carne impura (tamé). Después quitaba las partes prohibidas, como el sebo (grasas) y el nervio ciático (guid hanashei) de las dos piernas traseras. en la carnicería de la judería se vendían las piezas de carne caser o aptas para el consumo.
Al lado estaba la sinagoga de las mujeres o mikwé, una piscina con siete peldaños y agua corriente, donde las prescripciones rabínicas obligan a la mujer judía a practicar un baño de purificación después del período menstrual y el parto.
La alcaicería o mercado de la judería se localizaba en el sector de la plazuela donde confluye la Calle Verónica con Pedro Joaquín Soler. frente al mercado estaba la antigua puerta de San Lorenzo. en este espacio los artesanos y mercaderes judíos vendían sus productos, incluso a los cristianos.
La plaza de San Carlos era el epicentro de la cultura hebrea en Zaragoza y la zona donde los rabinos y las familias judías adineradas solían vivir.
En frente de la plaza de San Carlos -al otro lado del Coso– se encontraba una hilera de casas donde vivían judíos (en la acera de los números pares). En la esquina más próxima a la iglesia de San Miguel había una pequeña plaza llamada de los Albarderos, artesanos que trabajaban y vendían aparejos para las caballerías.
A mitad de la hilera de casas se encontraba la única posada de la judería. Los judíos forasteros se hospedaban en ella cuando venían a visitar a sus parientes o ultimar sus negocios.
Al lado, en las profundidades de los números 126-132 de la calle del Coso, se ubicaban los Baños Judíos.
Las mikves no tenían nada que ver con las termas romanas o los hammams islámicos. No eran baños públicos y ni mucho menos eran un lugar de encuentro social, sino el recinto en el que se llevaban a cabo los baños de purificación que prescribe el judaísmo. Pequeños pozos construidos en el suelo en los que poder sumergirse por completo, y en los que el agua debía de tener siempre corriente y nunca podía estar estancada. Un ritual que simbolizaba un renacimiento, una renovación o un cambio de estatus.
Los Baños Judíos formaban parte del patrimonio real, por lo que era el rey de Aragón el que se beneficiaba directamente del pago exigido para utilizarlos.
De todo el conjunto de los baños, sólo se ha conservado una sala de planta rectangular, organizada a modo de claustro, con varios tramos de galerías, abovedados con crucería sencilla y columnas de alabastro.
El Ayuntamiento de Zaragoza adquirió el conjunto histórico en 2006. Actualmente no se puede visitar.
El cementerio judío se hallaba en el barrio de Miralbueno, sobre una pequeña elevación de terreno, cera de una balsa llamada “la fueya del Cit”.
Su localización ha sido posible gracias a un protocolo notarial de 1616 encontrado por María Isabel Falcón: “los fosales de los judíos y de los moros, que están entrambos contiguos situados en el termino de Miralbueno, luego en saliendo por la puerta del Portillo, camino de Sant Lamberto, hacia mano izquierda, como quien va a la torre de Palavessi, camino de Valencia, que conffronta con cerrado de Miguel de Arayla, a drecera de la Piedra, camino de la Muela y con carrera que va unto al tapiado de Miguel de Bossa y Miguel Garcia y con el cerrado que era de Antón de Assin y ahora es de los frayles de Predicadores, con el cerrado de dicho faxardo y con el muro e dicha ciudat”.
Durante muchos siglos las comunidades judías y cristianas mantuvieron buena relación, poseyeron negocios conjuntos y los reyes aragoneses confiaban importantes cargos públicos a hebreos, tales como los de recaudador de impuestos o embajador.
Ya dio muestra de ello en los pactos de sumisión el propio conquistador Alfonso I en el año 1119 y desde esa fecha abundan documentos acreditativos de la benevolencia del rey aragonés para con la aljama: por una parte de forma interesada, pues siempre fue una comunidad muy útil a las finanzas del monarca; y por otra había un sentido democrático de la realeza, que se consideraba obligada a dispensar protección a todos los súbditos, con independencia de su credo religioso.
Terminada la disputa de Tortosa (1412-1414) se bautizaron un buen número de judíos. Iniciativas como la petición que hizo el Concejo de la ciudad al Rey Fernando I para que no vivieran entre los cristianos y vistieran como ellos, favoreció que, a lo largo del XV, se sucedieran continuas conversiones que poco a poco fueron reduciendo el censo de población de la judería, a pesar de los esfuerzos de los rabinos por evitarlo.
En 1486 el Inquisidor Tomás de Torquemada llegó a Zaragoza e instaló el tribunal religioso en las estancias del antiguo observatorio astronómico de La Aljafería, donde se habilitaron 13 celdas para alojar a los reos y las temidas salas de tortura.
El nombramiento de Torquemada fue recibido con unánime rechazo por las autoridades de Zaragoza y provocó el pánico entre los judíos conversos. Se calcula que unas 500 personas huyeron de Zaragoza.
En La Aljafería todavía hoy en día se conservan los calabozos en los que la Inquisición castigaba a los judeoconversos.
Tras una serie de fatídicos eventos, entre ellos la llegada de la peste negra, comenzaron a divulgarse calumnias, como que los judíos envenenaban el agua. En 1391, esta tensión acumulada terminó por estallar, desencadenando matanzas de judíos en diferentes puntos de España.
A partir de entonces ya no hubo recuperación posible de la judería zaragozana, ni de la convivencia entre los judíos supervivientes y cristianos.
En 1492 los Reyes Católicos ordenaron la expulsión definitiva de todos los judíos de España.
Se daba a los judíos un plazo de cuatro meses para abandonar sus domicilios y la península, pudiendo realizar sus fortunas en mercaderías y cambiables.
El decreto afectaba a unos 2.000 judíos de Zaragoza, pero las incautaciones de inmuebles y la expulsión iban de paso a arruinar a muchos cristianos que tenían depositadas sus fortunas en negociantes de la judería.
El cronista Andrés Bernáldez, contemporáneo del suceso, escribió lo siguiente sobre la peregrinación de los judíos hacia el exilio:
‘Iban con muchos trabajos y fortunas, unos cayendo, otros levantando, otros muriendo, otros naciendo, otros enfermando, que no había cristiano que no hobiese dolor de ellos. Los rabíes les iban esforzando e facían cantar a las mujeres y mancebos y tañer panderos y adulfos para alegrar a la gente’.
La mayoría de los judíos de Zaragoza -con muchos de Calatayud- prefirieron partir por mar desde el puerto de L’Ampolla de Tortosa.
En el puerto de Tortosa embarcaron alrededor de 1.400 judíos de Zaragoza, 300 de Calatayud y otros 300 de Fuentes de Ebro y alrededores.
Una parte recaló en el norte de África, en especial en territorio argelino, allí aún siguen afincados los Nathan y los Benisti, oriundos de Zaragoza.
Los más, se dirigieron a Nápoles, donde bajaron algunos judíos. Los otros siguieron hasta Salónica y algunas ciudades marítimas de Turquía.
En Salónica, ciudad de Macedonia bajo dominio turco entonces, surgió una colonia zaragozana con su Sinagoga propia, la Meir Arama de los aragoneses: su rabino José Pardo era de Zaragoza, y en la aljama de los exiliados pronto surgió un barrio conocido por el de los saragosanos.
Desde entonces, el imaginario sobre Sefarad se convirtió en el recuerdo de un lugar donde hubo un renacimiento de la cultura judía, pero al que no podrían volver.
Los sefarditas de Salónica recuerdan aún hoy día en algunas de sus canciones su estirpe aragonesa, una dice:
‘Mi padre era de Francia / mi madre de Aragón; se casaron, justo / para que nasca yo’.
Y otra pregunta:
‘De quién eran esas armas / que auí vido yo?; Vuestras son hoy, mi rey / vuestras son, mi señor; que las trujo mi padre / de tierras de Aragón’.
Tras la expulsión de 1492 , la judería de Zaragoza se integró en el callejero de la ciudad. Gran parte de los muros internos colindantes al barrio cristiano sufrió una gran transformación urbanística que favoreció la comunicación e hizo más accesible el entorno entre ambos espacios.
Se comenzaron a abrir vías y los estrechos callejones y rúas sin salida se convirtieron en pasos más anchos, más propios del urbanismo cristiano.
La toponimia de las calles de la judería fueron cambiadas y cristianizadas, y pasaron a llamarse con nombres de santos. San Jorge, San Lamberto, Santo Dominguito de Val, San Jorge, la Verónica, Plaza de San Carlos, San Andrés, Plaza de San Pedro Nolasco o San Lorenzo son algunos ejemplos.
A pesar del saqueo y de que la judería fue ocupada y ocultada, a día de hoy, entre iglesias y calles dedicadas a santos, se puede adivinar el pasado de esta importante comunidad.
Es complicado intuir hoy cómo era, por ello sería conveniente que el ayuntamiento señalizara de alguna manera aquellos lugares que fueron importantes en la Zaragoza judía.
El emplazamiento donde se encontraba la antigua judería es un compendio de sinuosas y encantadoras calles situadas en el Casco Histórico, y en el que hay ciertas paradas obligatorias para entender mejor el entorno que nos rodea.
Si entramos por San Vicente de Paúl y giramos a su derecha descubriremos, a la altura de la calle Santo Dominguito de Val y antes de llegar a la plazuela de San Carlos, una discreta placa que designa una calle que no existe. Se trata de un rótulo original de mediados del siglo XIX, cuando la ciudad comenzaba a señalizar las vías urbanas. Su nombre: Calle de los Graneros.
Es el último vestigio de nombres con embocadura de rincón arrabalero: plazuela de la Cebada, de la Leña, calle del Limón, del Olivo…, reflejo de una época donde las palabras aún guardaban parentesco con las cosas y por la que la historia pasó sin miramientos.
El uso de denominaciones procedentes del mundo vegetal delatan el origen judío de esta zona formada por calles linderas a ambos lados de la de la Yedra, actual San Vicente de Paúl.
En 1860 el Ayuntamiento adoptó la primera decisión de alargar la calle de la Yedra y conducirla hasta la ribera del Ebro. En 1905 el arquitecto Ricardo Magdalena firmaba un proyecto que, si bien no llegó a emprenderse, serviría de base para la remodelación definitiva.
En diciembre de 1933 el arquitecto municipal Miguel Ángel Navarro presentó un proyecto sobre las bases del firmado en 1905. Se aprobó finalmente en enero de 1934 y las obras se iniciaron en abril de 1936, tras la victoria del Frente Popular. Con el golpe de julio de ese año, el nuevo arquitecto municipal, Regino Borobio, amplió aún más la zona a expropiar. Por ello la destrucción más significativa se dio en la década de los años cuarenta.
Las obras se prolongaron hasta 1951 y permitieron conectar el Coso con el Paseo Echegaray y Caballero y la ribera del río Ebro, una reiterada aspiración de los arquitectos municipales de Zaragoza.
San Vicente de Paúl se llevó por delante más de 150 edificios -que ocupaban casi 30.000 metros cuadrados- y una veintena de callejuelas de la antigua judería.
El consistorio de los años cuarenta pretendió dar un aire historicista a San Vicente de Paúl y estableció a tal fin que las nuevas fachadas respondiesen a edificaciones de los siglos XVI y XVI. A diferencia de las calles de Alfonso I y Jaime I, con final en plaza del Pilar y Puente de Piedra respectivamente, la de San Vicente de Paúl conduce sin más a las riberas del río. Sus edificios son desproporcionados en relación a la anchura y un cambio de rasante la hace poco agraciada a la vista.
El paseante entra en esta calle para buscar apresurado una salida y lo hace precisamente por las vías transversales que aún guardan cierta memoria de aquella Zaragoza castiza, maltratada y de su desaparecida judería.
Al otro lado del Coso, las estrechas e intrincadas calles Mateo Flandro, Hermanos Ibarra, Rufas, Urrea y Juan Porcell todavía conservan algunos vestigios de su pasado judío. Aunque todos los edificios han desaparecido, lo más destacado de esta zona es la conservación del trazado urbano, sin apenas modificaciones en todos estos siglos.
No solo se mantiene el diseño de las calles, sino también la distribución de fachadas, que se corresponde todavía con la del medievo.
La Casa Palacio de los Morlanes se construyó en la primera mitad del siglo XVI (poco después de la expulsión de los judíos de 1492), en un edificio-solar en el corazón mismo de la antigua judería, frente a la Sinagoga Mayor.
Las obras de derribo y construcción duraron varios años. Sabemos que se terminó definitivamente en 1555 con la decoración de las ventanas de sus fachadas, según se desprende en la data que se encuentra en una de ellas. desconocemos el arquitecto que la diseñó. Se cree que fue, aunque sin fundamento, Gil de Morlanes, el cual ha dado nombre al conjunto histórico.
En los tímpanos superiores de cada una de las diez ventanas del edificio se puede ‘leer’, esculpida en piedra, la historia del pueblo judío en tierras aragonesas hasta su expulsión en 1492.
Sólo un judío converso adinerado y nostálgico del judaísmo de sus antepasados pudo plasmar todo esto delante de la Sinagoga Mayor que, por entonces, todavía no se había reconvertido en iglesia.
En las representaciones, el propietario quiso rendir un homenaje a los judíos que vivieron en ese entorno y perpetuar su recuerdo. una enseñanza para que los linajes conversos del XVI no olvidaran sus orígenes, y las futuras generaciones aprendamos que allí vivió un pueblo perseguido, algo que tiene que educarnos en el respeto al diferente.
En el interior de la sede central del grupo bancario Ibercaja, un moderno edificio de cristal situado justo al lado la plaza Basilio Paraíso, se encuentra una de las obras maestras del Renacimiento aragonés, el antiguo Patio de la Casa Zaporta, más conocido como el Patio de la Infanta.
Es una de esas joyas que podrían haberse perdido varias veces a lo largo de la historia, pero que milagrosamente consiguieron subsistir al paso de los siglos.
Gabriel Zaporta fue un comerciante y banquero judeoconverso, originario de Monzón, que se estableció en Zaragoza hacia 1535. Fue el primer banquero de la Corona de Aragón y mantuvo prósperas relaciones comerciales con Valencia, Francia, Flandes e Italia, a donde exportaba productos como lana, trigo, azafrán y ganado.
También concedía préstamos y créditos y entre sus clientes más ilustres estuvo el propio rey Carlos I, que le concedió el título de noble de Aragón en 1542.
En 1550, con motivo de la celebración de su boda con Sabina de Santángel, de quien estaba profundamente enamorado, inauguró un espléndido patio en el palacio que tenía entre las calles San Jorge y San Andrés, en el límite de la antigua judería.
Este patio se veía directamente desde la calle en el momento de su construcción, pues no existía la transición del habitual zaguán, en un alarde de ostentación que mostraba a todo paseante el poder y riqueza alcanzado por su dueño.
El patio constaba y consta de cuatro lados y el antepecho que los bordea está decorado con dieciséis medallones en el que se aprecian bustos de personajes históricos como Carlos I, Fernando el Católico, Felipe el Hermoso, Carlomagno o emperadores romanos como Trajano, Adriano o Marco Aurelio.
Debajo del antepecho, sobre las columnas, discurre un pequeño friso con 28 medallones que se miran entre sí y que representan catorce parejas de amantes famosos, entre los que destacan Paris y Helena, Eros y Psique, los judíos Abraham y Sara y Jacob y Raquel, o los grecolatinos Ulises y Penélope.
Sin embargo, toda esta urdimbre de esculturas históricas y decoraciones mitológicas no eran sino una forma de camuflar algo mucho más cabalístico y oculto. Como judíos conversos, Gabriel y Sabina tenían que demostrar su fe cristiana ante el mundo y por tanto no podían reconocer algo que hubiera sido una herejía para la época: el patio estaba diseñado para representar y conmemorar la carta astral del momento exacto de su boda: las 18 horas y 50 minutos del 3 de junio de 1549.
Los novios, Gabriel y Sabina, tallados en madera, presiden el patio desde lo alto y observan, semiescondidos y cómplices, el horóscopo secreto de su enlace.
La noche del 11 de septiembre de 1894 la casa sufrió un terrible incendio del que sólo se salvaron el patio y la escalera. El 4 de febrero de 1903 se decidió demoler el inmueble.
El patio fue vendido al rico anticuario francés Ferdinand Schultz, quien lo desmontó, lo traslado y lo volvió a montar en su tienda de antigüedades, en el número 25 de la Rue Voltaire de París.
En 1957 la Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y Rioja (hoy Ibercaja) compró el patio y en 1980 lo decidió instalarlo dentro de su nueva sede central de la plaza Basilio Paraíso (aunque para visitarlo, hay que entrar por San Ignacio de Loyola), donde todavía hoy podemos visitarlo y admirar algunos de los secretos que todavía esconde.
Puede que parezca que esta Zaragoza judía es un lugar perteneciente al pasado, pero merece la pena rescatarla, conservarla y recordarla en memoria del esplendor material e inmaterial que alcanzó la ciudad durante esa época y por la incalculable herencia que nos dejaron para siempre en esta tierra, a pesar de ser expulsados de su querida Sefarad.